domingo, febrero 26, 2006


Saltó de un sueño inoportuno a un letargo mustio, con el corazón afónico por la espera y el alma abigarrada de horas inconclusas. Sus raíces se hundieron en la nieve que, ni blanca, ni fría, ni eterna, se mezclaba con el pegajoso barro del olvido.
Arañó la corteza vegetal que la cubría para, por una vez, darse el lujo de destrozar su propia verticalidad.
Entre zumo de savia y caucho sepultó sus hojas, arrancó sus ramas, mutiló sus brotes, separó la piel, la carne y las tripas hasta que las manos chocaron contra la viscosa pared de su indiferencia. Se quedo allí, moldeando un razonamiento rancio, sobando la oscuridad de su mente, arrugando la inconsistencia de su persona.
Sólo entonces se convirtió en la descarnada huella de lo que jamás pudo ser. Sólo entonces se desgarró ante la espectral certeza de la nada que la conformaba.