sábado, abril 01, 2006

Dictadura 76-83: Efectos de Lectura

Un artículo de Ana María Shua
Escritora. Estuvo en las dos últimas ferias del libro de Comodoro Rivadavia.
En el año 1969 ingresé a la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. En el año 1969 cumplí dieciocho años. En el año 1969 se publicó, con arrasador éxito de público y concomitante desconfianza de la crítica, la novela Boquitas pintadas de Manuel Puig. En el año 69 la organización guerrillera Montoneros apareció por primera vez en los diarios con el secuestro de Aramburu. En el año 69 se produjo un violento levantamiento popular en las calles de Córdoba, violentamente reprimido por el gobierno militar: el Cordobazo. En el año 69 se inauguró una nueva etapa en la historia de nuestro país.
No es posible escribir sobre el efecto devastador de la dictadura militar en todos los órdenes sin una referencia a los años de violencia que la precedieron. La acción de las organizaciones guerrilleras fue combatida por medios legales e ilegales. Bandas paramilitares actuaron contra la guerrilla pero también contra cualquier sospechoso de alentar ideas subversivas. Dentro del movimiento peronista, la izquierda y la derecha lucharon entre sí, matando militantes de ambos bandos. En 1972 la masacre de un grupo de presos políticos en la cárcel de Trelew por parte de las fuerzas de seguridad inauguró un nuevo estilo de represión: el asesinato masivo. En 1973, después de siete años de dictadura militar, volvimos a tener un gobierno civil. En ese año Perón asumió la Presidencia de la Nación, con su esposa Isabel como Vicepresidenta. En el 74, a partir de la muerte del Presidente, el gobierno quedó en manos de Isabel Perón, que gobernó con grave ineptitud, apoyada por el brujoJosé López Rega, en una situación de caos y violencia.
Cuando en 1976 asumió la Junta Militar, el desgobierno de Isabelita había llegado a un grado intolerable. Asi, la dictadura más feroz y sanguinaria de la historia del país entraba en escena con la aprobación de la mayor parte de la población civil. Desde un sector de la izquierda se alababan las ventajas de que diera la cara el verdadero enemigo, en lugar de escudarse detrás de una fachada democratica. Desde la derecha, se esperaba que el Proceso de Reorganización Nacional (como se llamó a sí misma la dictadura) así lo fuera. Para el grueso de la población, cualquier cambio despertaba esperanzas.
Antes todavía, a fines de 1974, durante el gobierno constitucional de Isabel Perón y como prefacio a la indiscriminada represión que se iniciaría poco más de un año después, la Municipalidad de Buenos Aires prohibió cuatro libros de jóvenes autores nacionales. Eran La boca de la ballenade Hector Lastra, Territorios, de Marcelo Pichón Riviere, The Buenos Aires affairde Manuel Puig y Sólo ángelesde Enrique Medina.
En marzo de 1976 asumió el General Videla la presidencia del país, como representante de la Junta Militar. El proyecto cultural de la dictadura fue el más claro y eficaz que se haya conocido jamás en la Argentina. Durante siete años se abocó a la sistemática destrucción de la cultura nacional. Además del terror que provocó la masacre represiva, con su correlato de autocensura, se actuó de modo particular en cada uno de los sectores del campo cultural.


Las muertes y desapariciones provocaron el efecto deseado: el terror amordazó a la cultura, ahorrándole al gobierno muchas tareas específicas. De acuerdo con las estadísticas, un 70 % de las víctimas tenía menos de 35 años. Los poetas Miguel Angel Bustos, Roberto Santoro, Francisco Urondo, los narradores Haroldo Conti y Rodolfo Walsh fueron muertos o desaparecidos. Entre muchos otros, los escritores Antonio Di Benedetto y Daniel Moyano sufrieron arbitrarias detenciones.
Muchos argentinos optaron por el exilio, entre ellos los escritores Antonio di Benedetto, Luisa Valenzuela, Héctor Tizón, Diana Raznovich, Daniel Moyano, Juan Gelman, Mempo Giardinelli, Ramón Plaza, Rodolfo Rabanal, Ana Basualdo, Juan Carlos Martini, Osvaldo Soriano, Silvia Molloy, Juan José Saer, Mario Trejo, Luisa Futoransky, Germán García, Tununa Mercado, Manuel Puig, Noé Jitrik, David Viñas, etc.
Además de las prohibiciones directas de libros argentinos y extranjeros, se realizaron decomisos y quemas de libros, se labraron actas en librerías, se detuvo a dueños y vendedores, hubo allanamientos, clausuras y amenazas en editoriales, diarios y revistas, encarcelamiento o secuestro de sus responsables.
No hay que dejarse engañar por ciertas prohibiciones aparentemente disparatadas o risibles: la censura actuó en forma eficiente y económica, como lo señaló el poeta y periodista Jorge Aulicino:
"La censura fue un correlato de la guerra sucia. Fundada, desde luego, en una visión del mundo, no se equivocó al medir con excesiva puntillosidad la obscenidad de un texto o su poder disolvente. No importaba equivocarse con una obra o dos. Lo importante era convertir el hecho de escribir, pintar o filmar en un terreno peligroso. La censura fue también terrorismo de estado. Se fundó en reglas tan paranoicas como las que regían para la represión ilegal. Prohibir las obras significaba una advertencia. La censura "tiró al bulto" y por eso no se equivocó. Por eso no necesitó prohibirlo todo. El "enemigo", que se suponía grande e incierto, recibiría los avisos. Y así fue. Obras completas de autores que no habían sido rozados por las prohibiciones bajaron de los estantes. Era mejor prevenir que dudar"
Para expresarlo en palabras de Enrique Medina, uno de los autores argentinos más prohibidos: "En esos años los camiones del Ejército se paraban frente a las librerías y se llevaban centenares de volúmenes. Luego hacían verdaderos aquelarres quemándolos. Tenía razón Walt Whitman: el que toca a un libro toca a un hombre. Aquí, realmente, estaban quemándonos vivos".
Es interesante consignar algunos de los considerandos que acompañaron a las prohibiciones. Un libro infantil de Elsa Borneman, Un elefante ocupa mucho espacio, fue prohibido porque contenía "...una finalidad de adoctrinamiento que resulta preparativa a la tarea de captación ideológica del accionar subversivo". Otro texto para niños, "La torre de cubos", de Laura Devetach, es acusado de "simbología confusa, cuestionamientos ideológicos y sociales, ilimitada fantasía" (sic). En la provincia de Santa Fe se prohibe "La tía Julia y el escribidor", de Vargas Llosa: "La obra revela en su contenido, distorsiones, intenciones maliciosas y ofensas reiteradas a la familia, religión, fuerzas armadas, y principios éticos y morales que sustentan las estructuras esprirituales e institucionales de la sociedad latinoamericana".
El ministro de Educación, Dr. Llerena Amadeo, justificó así la prohibición de Neruda en todas las escuelas del país: "Todos conocen la ideología del autor, y sin desmerecer el valor literario de la obra, conviene que quienes la lean posean el criterio suficiente para discernir una cosa de la otra".
Mucha gente, para protegerse, quemaba sus propias bibliotecas, o al menos los libros que suponía peligrosos. Mi marido y yo revisamos los estantes con desaliento y decidimos empezar por un libro de Vo Nguyen Giap sobre la guerra de Vietnam. En las novelas, los personajes arrojan los libros de los que quieren deshacerse a la chimenea y en un instante son devorados por las llamas. Nuestro departamento de tres ambientes no tenía chimenea y ya no existían los incineradores. Pusimos el libro abierto en la pileta de la cocina y acercamos inútilmente un fósforo al borde de las páginas. Como un árbol vivo, lleno de savia, el libro se resistía a encenderse. Se quemaba parte de una hoja y el fuego se apagaba. Finalmente prendió, echando un humo espeso. Tosíamos. Volaban residuos carbonizados. El lomo nunca alcanzó a quemarse bien del todo. El esfuerzo nos hizo reflexionar. No valía la pena quemar libros. Si entraban a buscarnos, no necesitaban grandes excusas, tener una biblioteca era ya lo bastante sospechoso. Se trataba de quemarlos todos o ninguno. Así sobrevivieron muchos libros, entre ellos mi Manifiesto comunista, que tanto trabajo me había dado conseguir durante la dictadura anterior, y otros que había comprado en Cuba en 1974, adonde viajé con mi familia para una exposición de la industria argentina en La Habana.
Mis abuelos maternos llegaron de Polonia a la Argentina en los años 20. Tuvieron dos hijas, cada una de las cuales tuvo dos hijas. Entre 1976 y 1977 las cuatro nietas, las cuatro primas nos embarcamos nuevamente para el otro lado. Mis primas y mi hermana, que estaban más apurada, eligieron navíos que surcaban el aire. Yo me fui a Francia en un barco, en el Eugenio C. Y soy la única que volvió al país.
En cualquier lugar donde permanezca más de dos días empieza a crecer a mi alrededor, casi como si brotara de mi propio cuerpo, esa vegetación densa que me acompaña a todas partes y se reproduce de modo preocupante: un retoño más de mi biblioteca. En París podría haber elegido internarme en aquella literatura que en mi país se prohibía y sin embargo elegí, azarosamente, clásicos franceses de distintas épocas: Manon Lescaut de Prévost, las Memorias de Casanova, libros de Raymond Queneau...Otros argentinos profundizaban sus conocimientos de literatura mexicana, expañola, sueca...
Nunca fui militante política y mi exilio duró poco. Al volver, en 1977, encontré las librerías muy cambiadas. La literatura argentina había perdido los canales de comunicación con sus lectores, que nunca volvieron a restablecerse. Sospechosa, acorralada, se había refugiado en el estante del fondo. El best-seller internacional acaparaba las mesas de novedades, anticipando una tendencia que iba a definir el mercado editorial en los años siguientes. Como en el resto de nuestra Argentina, el neoliberalismo completó lo que había iniciado la dictadura.

Los lectores de buena literatura seguimos leyendo. Las prohibiciones poco pueden contra nosotros. Ahora sabemos que Bradbury estaba equivocado: el marketing destruye más que el fuego. Pero nosotros somos inmunes, incluso, a las listas de best-sellers: también allí sabemos descubrir, sin confundirnos, los libros que nos interesan. Nos reconocemos, nos gustamos. Intercambiamos señas. Nos prestamos libros que juramos jamás prestar. Intentamos seducir jóvenes para incorporarlos a nuestra secta. Como cualquier adicto, tenemos necesidad de hablar sobre nuestra adicción y compartirla. El que lee no escucha, no ve, no está, no le importa. Se incorpora al torrente de las letras, se deja llevar sin hundirse, feliz de participar en la corriente del más humano de los ríos, ese conjunto limitado de signos capaz de contener todos los universos posibles: el infinito, incorpóreo acontecer de la palabra escrita.

Un aporte de la periodista Elvira Córdoba.

Los desaparecidos de Chubut

El listado de los desaparecidos, de Chubut está integrado por soldados conscriptos y obreros, además de un médico, un maestro y otras personas de ocupación no determinada. El listado que con seguridad aún es incompleto se conformó en base a las nóminas incluidas en el informe de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP) elaborado en 1985 con el retorno de la democracia al país.
Trelew:Miguel Angel Arraras y Elvio Angel Bel, Horacio Bau, Ricardo Alberto Cittadini, Margarita Delgado, Marta Isabel Ferrer, Pedro Llorente, Eduardo Gustavo Ricoy y Lìa del Carmen Soto.
Comodoro Rivadavia: Jorge Arroyo, Rubén Horacio Gargaglione, Carlos Alberto Juárez, Julio Argentino Mussi, José Luis Salomón y Raúl Horacio Trigo
Esquel: Eduardo Alberto Colella, Norberto Féliz Amaturi.
Sarmiento: José Luis Rodríguez
Futaleufú: Gaspar Medina
Rawson: Nora y José Delineo Méndez
Trelew-Rawson: Prudencio Romero, Elisa Cayul, José Esteban Cugura y Juan Oscar Cugura.
También desaparecieron: Orlando Cancio, Miguel Angel Pincheira, Javier Octavio Seminario y Guillermo David Silveira, aunque no se conoce su lugar de origen.

Mónica Baeza